domingo, 7 de septiembre de 2008

LA POLÍTICA DEL TRANSANTIAGO


LA POLÍTICA DEL TRANSANTIAGO

Al revés de lo que suele afirmarse, el error del Transantiago no es fruto de la técnica, sino de la política. Al juntarse el deseo inmoderado de realizaciones de Lagos, con la sencillez escénica de Michelle Bachelet, el asunto simplemente se desfondó.

Carlos Peña

El Transantiago -es difícil imaginar otro estropicio como ése- ha puesto de manifiesto, como en un resumen, algunos de los principales defectos -todo hay que decirlo- de este gobierno y del que lo antecedió. Y ha mostrado que, al margen de las apariencias, esos defectos no son técnicos, sino políticos.En una palabra, esos defectos no pertenecen a la esfera de la inteligencia, sino a la de la voluntad.

Es cosa de mirar de cerca

Aunque suele decirse que el Transantiago es fruto de los excesos de la técnica (un puñado de expertos, ensimismados en sus disciplinas e incapaces de ver el mundo de la gente de a pie), los hechos parecen revelar lo contrario: que este asunto fue el resultado de la política.Por supuesto, el Transantiago reposa sobre un diagnóstico general que parece correcto: el viejo sistema de transporte poseía graves divergencias entre los beneficios privados y los sociales. En otras palabras, lo que convenía a cada uno de los santiaguinos (una micro a la puerta, estuviera donde estuviera) no era racional para todos (puesto que la comodidad individual producía altos costos sociales). El viejo sistema era un típico caso de esos en que lo que es bueno para cada uno, no es bueno para todos.

El viejo sistema entonces debía corregirse

Como los precios de las micros amarillas no reflejaban todos los costos del sistema (puesto que eran ciegos a los costos sociales) había nada más que dos caminos: o los precios reflejaban todos los costos (y subían) o se mantenían igual pero había que subsidiarlos a cambio de regulaciones más racionales. O los precios subían o había subsidios. Hasta ahí todo bien. Pura técnica.

Pero aquí intervino la política

El anhelo de cuadrar el círculo y hacer algo inédito llevó a pensar que lo que era racionalmente concebible (un sistema de transporte con precios al alcance de todos, que además internalizaran todos los costos) era también fácticamente posible. Ese paso de un mero deseo a la voluntad de realizarlo no fue técnico, sino político. Fue el deseo inmoderado de éxito (algo que Aristóteles llamaría "pleonexia", codicia) lo que condujo a este desastre.

Lo que vino después -cuando el error se puso de manifiesto- también se debió a la política.

Si el deseo inmoderado de éxito (eso fue el Transantiago, pero también hubo otros) pudo ser bien tolerado en un gobierno que hizo del relato el sello de su gestión ("puedes soportar cualquier cosa si cuentas una buena historia acerca de ella", aconseja I. Dinensen), eso mismo ya no fue posible en un gobierno que renunció a la escenificación y el aura del poder y prefirió, en cambio, presentarse a sí mismo en la más estricta horizontalidad con los ciudadanos.

Ahí fue cuando el asunto simplemente se desfondó

La suma de deseo inmoderado y, por decirlo así, sencillez escénica es simplemente intolerable: si quien gobierna es como nosotros, si siente, piensa o quiere como usted o como yo, si su tiempo es también el nuestro, ¿por qué entonces habríamos de soportar los tropiezos y la espera?

El último -esperemos sea el último- error político se consumó esta semana

Las reglas constitucionales que se transgredieron -y en cuya preservación obró el tribunal constitucional- establecen una clara distribución de competencias entre el Ejecutivo y el Legislativo. Esas reglas dicen qué materia son propias de ley (y le corresponden al Legislativo) y cuáles son materia de potestad reglamentaria (y le corresponden al Ejecutivo). Nada menos. Al infringir esas reglas, el Gobierno intentó disputar sus competencias al Legislativo. Como quien dice, intentó exacerbar un presidencialismo que todos juzgan ya es suficientemente excesivo.

De nuevo, algo estrictamente político

Todo el resto también han sido torpezas de la misma índole. La principal de todas le corresponde a Cortázar, que cada día se revela como un político cuyo prestigio es difícil de justificar.Una de las virtudes de la política democrática consiste en saber detectar a tiempo cuándo un camino está bloqueado para dar, entonces, dos pasos atrás. Los buenos políticos saben cuándo ha llegado la hora de retroceder, cuándo hay que detenerse ante la voluntad ajena y aceptar la derrota.Justo lo que Cortázar no ha sabido hacer a tiempo. En vez de eso ha ido contra el obstáculo una y otra vez, con una porfía digna de la fe, pero impropia de la política.¿Una porfía impropia de la política? Sí, a menos que el asunto sea todavía peor y que Cortázar haya experimentado -con el problema del Transantiago a la vista- el mismo deseo inmoderado de éxito que, lo sabemos ahora, acabó desatando este problema.

(Fuente: El Mercurio, 7 de Septiembre 2008)

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