La catástrofe epidemiológica en curso en Chile tampoco puede ser explicada solamente por la presencia del virus en el país, ya que –como hemos dicho– otros países han controlado su aparentemente inexorable y deplorable diseminación. Como ha sido señalado por estudiosos de las infecciones epidémicas, la evolución tan negativa de esta en Chile es un indicador claro de serias fallas en el desarrollo de las políticas sanitarias para prevenirla, de problemas sociales para una adecuada implementación de políticas preventivas y de la parálisis de un sistema político sordo y blindado a las necesidades elementales de la población.
Probablemente si se hiciera una encuesta y se le preguntara a un grupo de peatones en la calle y a otro de profesionales de la salud cuál es la causa de la epidemia por COVID-19 en Chile, la mayoría de ellos respondería inmediatamente y sin dudar: el virus SARS-CoV-2 (COVID-19).
Y esta respuesta, que pareciera ser totalmente correcta, es solo parcialmente adecuada, ya que desde el comienzo de la pandemia el virus ha estado presente en muchos países y en varios de ellos su diseminación, y por lo tanto su capacidad para producir enfermedad y muertes, ha sido controlada con bastante éxito. Esto indicaría que –como ha sucedido en la historia de las epidemias– la presencia del agente específico es una causa necesaria de ellas, pero en ningún caso es su causa absoluta y sistemática, ya que existen otras causas coadyuvantes que propenden a la diseminación viral, al desarrollo de la enfermedad y a su mortalidad.
El hecho de que un grupo importante de individuos infectados por COVID-19 permanezca asintomático y que de aquellos sintomáticos solamente una fracción evolucione con enfermedad severa que puede ser mortal, ilustra también el concepto de que el virus tampoco es la causa absoluta de la enfermedad. Reducir la causalidad de la epidemia solamente al virus, ayuda además a escamotear la responsabilidad de factores externos a él en su evolución, como sucede con las desacertadas políticas sanitarias y económicas que ayudan a su diseminación.
La catástrofe epidemiológica en curso en Chile tampoco puede ser explicada solamente por la presencia del virus en el país, ya que, como hemos dicho, otros países han controlado su aparentemente inexorable y deplorable diseminación. Como ha sido señalado por estudiosos de las infecciones epidémicas, la evolución tan negativa de esta en Chile es un indicador claro de serias fallas en el desarrollo de las políticas sanitarias para prevenirla, de problemas sociales para una adecuada implementación de políticas preventivas y de la parálisis de un sistema político sordo y blindado a las necesidades elementales de la población.
La limitación más severa y gravosa de las políticas sanitarias chilenas en la prevención de COVID-19, ha sido el minimizar que, como en todas las epidemias, lo más relevante en su control es identificar las fuentes de infección primarias, ya que ellas crean brotes de infecciones secundarias, que amplifican la diseminación del virus en la población. Como resultado de esto, la actividad preventiva debe dirigirse primordialmente a neutralizar precozmente a las fuentes infecciosas, primarias y secundarias, para evitar la desinhibida trasmisión viral en la población, como la que se experimenta en estos días.
Esto se logra a través del diagnóstico, clínico y de laboratorio de los casos, de la identificación de los contactos y del aislamiento de los infectados (TTA), mientras dure su periodo infeccioso. Con estos procedimientos, incluso, puede identificarse a los potenciales contactos infecciosos sin síntomas. El ignorar por quince meses este concepto fundamental de la epidemiología universal, que tiene casi 200 años de probada eficacia, constituye sin lugar a dudas una injustificable y monstruosa aberración teórica y práctica, que le ha costado al país cientos de miles de infecciones y decenas de miles de muertes prevenibles.
Si a este patológico oscurantismo epidemiológico, responsable del alto número de infecciones y de muertes en el país, agregamos la implementación de inexplicables medidas que facilitan la diseminación del virus, tales como las cuarentenas incompletas (dinámicas y parciales), los permisos de vacaciones y de trabajo sin control, el reinicio de clases presenciales, el levantamiento de cordones sanitarios, la apertura de aeropuertos y fronteras y el funcionamiento a gran capacidad del transporte público y de sitios cerrados con gran concurrencia, encontramos las otras causas de la incontrolada hecatombe demográfica en curso.
La falencia en implementar urgentemente un sistema efectivo de TTA contra el virus, aparece como más injustificadamente deletérea, a la luz de información epidemiológica que indica que, por lo que se sabe hasta ahora, a pesar de las vacunas, el virus se puede entronizar de manera permanente en el país, produciendo epidemias recurrentes a futuro, cuya prevención indudablemente necesitara nuevamente de un sistema de TTA rápido y efectivo. La ausencia de políticas económicas para financiar un sistema de TTA realmente funcional, es el resultado de una patología del sistema político y de su funcionamiento democrático, que falla dramáticamente en proteger la salud y la vida de sus representados.
La ausencia de ayudas económicas imprescindibles a individuos y familias para solventar cuarentenas estrictas, necesarias para limitar la diseminación viral en la comunidad, es también una manifestación más del raquitismo democrático del sistema político. Tampoco ayudan a solucionar este descalabro, dichos frecuentes de la autoridad sanitaria tales como que “tal como no es mérito del Gobierno cuando los casos disminuyan, tampoco es culpa del Gobierno que los casos aumenten”, pronunciamientos que intentan esquivar alevemente responsabilidades en este aciago proceso y la posibilidad cierta de controlarlo, usando la ciencia epidemiológica.
Estos dichos de la autoridad parecieran retrotraernos a tiempos precientíficos, en los cuales se creía que las epidemias eran el resultado de la conjunción de astros o de encantaciones mágicas de malévolos personajes. Los intentos de la autoridad sanitaria para minimizar la gravedad de la situación, maniobrando repetidamente con las cifras de nuevas infecciones y de muertes, tampoco ayudan al enfrentamiento científico del problema y retardan, además, malignamente su solución. La opinión lega y científica mundial está de acuerdo en que uno de los países que peor ha conducido su epidemia es Brasil, que contabiliza aproximadamente 311 mil decesos producidos por ella. Como Brasil tiene una población de 212 millones de habitantes, estos 311 mil fallecidos dan una cifra de mortalidad por cien mil habitantes de aproximadamente 146.00. La mortalidad en Chile con más de 30 mil decesos y con una población de 19,1 millones de habitantes es de aproximadamente 157.00 por cien mil habitantes, superior a la de Brasil.
Científicos, políticos, periodistas y comentadores internacionales y de Brasil, han comenzado a expresar en los últimos días que la calamidad brasileña comparte características con un genocidio, ya que afecta selectivamente a las poblaciones vulnerables del país.
¿Podríamos, con estas crudas cifras de enfermedad y de muerte decir que el proceso epidemiológico chileno en curso también participa de características de genocidio, ya que este también afecta primordialmente a poblaciones más vulnerables? ¿Ayudaría esta infausta designación en estimular a la autoridades políticas y sanitarias del país y a la población, a activar todas las voluntades y los recursos, para enfrentar y detener con ciencia y técnica el progreso de esta tragedia de salud pública?
Fuente: El Mostrador, 1 de Abril 2021
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