LA CONCERTACIÓN EN LA AMBIGUEDAD
Alfredo Joignant
Durante el 2006, la Concertación atravesó por una severa crisis, lo que pone en evidencia el agotamiento de su proyecto histórico originario. Para algunos, este agotamiento es la antesala de la extinción de la Concertación. Para otros, representa un momento difícil para su sobrevivencia. Convengamos que el 2006 fue el año más complejo para la coalición, y todo indica que el 2007 no será muy distinto, de no mediar diseños de carácter refundacional en la perspectiva de las presidenciales del 2009.
Existen buenas razones para que los partidos de la Concertación sigan juntos. La primera es un balance histórico cuyos logros superan con creces los fracasos, lo que suele olvidarse cuando la lógica del escándalo se impone: cierre de la transición, eliminación de los enclaves autoritarios (excepto uno, el sistema binominal), reducción de la pobreza (pero no de la desigualdad), diseño en curso de un sistema de protección social basado en los derechos de las personas, etc. La segunda razón es la profundidad de la reforma del sistema previsional que se inicia, y que prolonga reformas sociales, como la reforma procesal penal o la creación del Auge.
Pero también existen poderosas razones para pensar en la extinción de la Concertación. En primer lugar, el sistema binominal es productor de dinámicas cada vez más centrífugas, tensionando tanto a la Concertación como a la Alianza por Chile. Esto adquiere especial relevancia cuando dos de los partidos de la Concertación se encuentran sumidos en profundas crisis, al verse amenazado el valor de la marca (PPD) o la propia unidad de la organización (PDC). A este cuadro es importante agregar el impacto de la circulación de las elites en el modus vivendi entre Gobierno y partidos de la coalición, así como las tensiones producidas por la próxima candidatura presidencial.
En la Concertación cohabitan balances elogiables y reformas sociales de corte socialdemócrata que eran inimaginables hasta hace algunos años, pero también factores institucionales desestabilizadores, descapitalización de al menos dos marcas partidarias y un horizonte presidencial plagado de amenazas. Dicho en otras palabras, nos encontramos de lleno en una ambigua coyuntura histórica, en donde las oportunidades son tan importantes como los obstáculos.
Sin embargo, hay algo más en este curioso cuadro político. No cabe duda de que el proyecto histórico de la Concertación se extinguió, aunque sin arrastrar (a lo menos por el momento) a la coalición. De manera muy invisible, tiende a predominar algo parecido a la amnesia sobre el balance de tres gobiernos concertacionistas, a la espera de lo que arrojará la administración de Bachelet, cuyo saldo difícilmente será negativo. Pero más profundamente, los partidos de la Concertación, pero también los de la Alianza, experimentan severas dificultades para transitar desde el proyecto histórico al programa de gobierno. En efecto, en una democracia definitivamente normalizada como la chilena (aunque no exenta de imperfecciones), la competencia democrática gira cada vez más en torno a programas y a ofertas de políticas públicas, de bienes destinados a grupos sociales específicos, y cada vez menos respecto de cuestiones históricas gruesas como, por ejemplo, la conquista de la democracia.
No es posible afirmar que la Concertación se dirige hacia el despeñadero. Pero tampoco es posible negarse a la eventualidad de su colapso. De allí que sea necesario precisar los términos de una nueva coalición, en clave de reinvención o de refundación. Buena parte de la misión original de la Concertación se cumplió con éxito. Resulta también inobjetable el deterioro de las relaciones entre Gobierno y partidos de la coalición a lo largo de 17 años de ejercicio del poder, lo cual se explica por la necesidad de llevar a buen puerto una compleja transición a la democracia, las inercias monarquizantes del régimen presidencial, y las incapacidades programáticas propias de los partidos, todo lo cual redundó en la erosión de las complicidades verticales y horizontales al interior de la alianza en todas sus dimensiones.
Todos los partidos de la alianza, unos más y otros menos, optaron por perfilar propuestas e identidades propias, tensionando las formas y los contenidos de la Concertación. Es cierto que la crisis de dos de los cuatro partidos ha tendido a opacar este perfilamiento. Sin embargo, la estridencia de los escándalos por corrupción de poca monta no puede ocultar lo esencial. Es así como se podrá estar de acuerdo o no con la puesta en forma de un centro político moderado por parte del PDC; con el rescate de una identidad de izquierda (a secas) del PS; con la búsqueda de un equilibrio precario entre posturas liberales y socialdemócratas en el PPD, o con la trabajosa sobrevivencia del radicalismo: se trata de opciones legítimas y desconocidas en la historia de la Concertación. En tal sentido, resulta comprensible que el PDC se imponga reconquistar su electorado mediante una apuesta a la moderación y a la instalación de puentes hacia mundos democráticos instalados en la derecha. También se entiende que el PPD se haga eco de determinados malestares sociales, sobre todo aquellos tildados de valóricos. En cuanto al PS y al radicalismo, se trata de dos fuerzas históricas que resienten en su tejido interno más elemental las amenazas y los riesgos de una globalización no siempre entendible, y apelan a principios elementales de identidad que se expresan en un discurso de protección de los más débiles.
Ciertamente, este intento de perfilamiento de los partidos de la Concertación puede tener lugar tanto dentro como fuera de ella. Ello explica que este cultivo de perfiles propios tienda a tensionar a la Concertación, sembrando la duda sobre su reproducción hacia el futuro precisamente porque las definiciones de los partidos podrían darse al precio fuerte de la propia existencia de la coalición, lo que constituiría un efecto perverso de una apelación al sinceramiento y la autenticidad. No obstante, la reinvención de la Concertación, o su refundación, pasa por albergar lo que cada partido es, histórica y culturalmente, y por reconocerse como diferentes, en el marco de un programa común de gobierno, en donde todos concuerdan en un abanico de reformas de progreso.
Durante el 2006, la Concertación atravesó por una severa crisis, lo que pone en evidencia el agotamiento de su proyecto histórico originario. Para algunos, este agotamiento es la antesala de la extinción de la Concertación. Para otros, representa un momento difícil para su sobrevivencia. Convengamos que el 2006 fue el año más complejo para la coalición, y todo indica que el 2007 no será muy distinto, de no mediar diseños de carácter refundacional en la perspectiva de las presidenciales del 2009.
Existen buenas razones para que los partidos de la Concertación sigan juntos. La primera es un balance histórico cuyos logros superan con creces los fracasos, lo que suele olvidarse cuando la lógica del escándalo se impone: cierre de la transición, eliminación de los enclaves autoritarios (excepto uno, el sistema binominal), reducción de la pobreza (pero no de la desigualdad), diseño en curso de un sistema de protección social basado en los derechos de las personas, etc. La segunda razón es la profundidad de la reforma del sistema previsional que se inicia, y que prolonga reformas sociales, como la reforma procesal penal o la creación del Auge.
Pero también existen poderosas razones para pensar en la extinción de la Concertación. En primer lugar, el sistema binominal es productor de dinámicas cada vez más centrífugas, tensionando tanto a la Concertación como a la Alianza por Chile. Esto adquiere especial relevancia cuando dos de los partidos de la Concertación se encuentran sumidos en profundas crisis, al verse amenazado el valor de la marca (PPD) o la propia unidad de la organización (PDC). A este cuadro es importante agregar el impacto de la circulación de las elites en el modus vivendi entre Gobierno y partidos de la coalición, así como las tensiones producidas por la próxima candidatura presidencial.
En la Concertación cohabitan balances elogiables y reformas sociales de corte socialdemócrata que eran inimaginables hasta hace algunos años, pero también factores institucionales desestabilizadores, descapitalización de al menos dos marcas partidarias y un horizonte presidencial plagado de amenazas. Dicho en otras palabras, nos encontramos de lleno en una ambigua coyuntura histórica, en donde las oportunidades son tan importantes como los obstáculos.
Sin embargo, hay algo más en este curioso cuadro político. No cabe duda de que el proyecto histórico de la Concertación se extinguió, aunque sin arrastrar (a lo menos por el momento) a la coalición. De manera muy invisible, tiende a predominar algo parecido a la amnesia sobre el balance de tres gobiernos concertacionistas, a la espera de lo que arrojará la administración de Bachelet, cuyo saldo difícilmente será negativo. Pero más profundamente, los partidos de la Concertación, pero también los de la Alianza, experimentan severas dificultades para transitar desde el proyecto histórico al programa de gobierno. En efecto, en una democracia definitivamente normalizada como la chilena (aunque no exenta de imperfecciones), la competencia democrática gira cada vez más en torno a programas y a ofertas de políticas públicas, de bienes destinados a grupos sociales específicos, y cada vez menos respecto de cuestiones históricas gruesas como, por ejemplo, la conquista de la democracia.
No es posible afirmar que la Concertación se dirige hacia el despeñadero. Pero tampoco es posible negarse a la eventualidad de su colapso. De allí que sea necesario precisar los términos de una nueva coalición, en clave de reinvención o de refundación. Buena parte de la misión original de la Concertación se cumplió con éxito. Resulta también inobjetable el deterioro de las relaciones entre Gobierno y partidos de la coalición a lo largo de 17 años de ejercicio del poder, lo cual se explica por la necesidad de llevar a buen puerto una compleja transición a la democracia, las inercias monarquizantes del régimen presidencial, y las incapacidades programáticas propias de los partidos, todo lo cual redundó en la erosión de las complicidades verticales y horizontales al interior de la alianza en todas sus dimensiones.
Todos los partidos de la alianza, unos más y otros menos, optaron por perfilar propuestas e identidades propias, tensionando las formas y los contenidos de la Concertación. Es cierto que la crisis de dos de los cuatro partidos ha tendido a opacar este perfilamiento. Sin embargo, la estridencia de los escándalos por corrupción de poca monta no puede ocultar lo esencial. Es así como se podrá estar de acuerdo o no con la puesta en forma de un centro político moderado por parte del PDC; con el rescate de una identidad de izquierda (a secas) del PS; con la búsqueda de un equilibrio precario entre posturas liberales y socialdemócratas en el PPD, o con la trabajosa sobrevivencia del radicalismo: se trata de opciones legítimas y desconocidas en la historia de la Concertación. En tal sentido, resulta comprensible que el PDC se imponga reconquistar su electorado mediante una apuesta a la moderación y a la instalación de puentes hacia mundos democráticos instalados en la derecha. También se entiende que el PPD se haga eco de determinados malestares sociales, sobre todo aquellos tildados de valóricos. En cuanto al PS y al radicalismo, se trata de dos fuerzas históricas que resienten en su tejido interno más elemental las amenazas y los riesgos de una globalización no siempre entendible, y apelan a principios elementales de identidad que se expresan en un discurso de protección de los más débiles.
Ciertamente, este intento de perfilamiento de los partidos de la Concertación puede tener lugar tanto dentro como fuera de ella. Ello explica que este cultivo de perfiles propios tienda a tensionar a la Concertación, sembrando la duda sobre su reproducción hacia el futuro precisamente porque las definiciones de los partidos podrían darse al precio fuerte de la propia existencia de la coalición, lo que constituiría un efecto perverso de una apelación al sinceramiento y la autenticidad. No obstante, la reinvención de la Concertación, o su refundación, pasa por albergar lo que cada partido es, histórica y culturalmente, y por reconocerse como diferentes, en el marco de un programa común de gobierno, en donde todos concuerdan en un abanico de reformas de progreso.
(La Nación, 18 Febrero 2007)
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