"DÍSCOLOS" Y NORMALIZACIÓN DE LA POLÍTICA
Aunque resulte irritante y provocativo, los “díscolos” están inmersos en los procesos de normalización de la vida política democrática y moderna.
Antonio Cortés Terzi, director ejecutivo del Centro de Estudios Sociales Avance.
En las últimas dos semanas los llamados parlamentarios “díscolos” han tenido en ascuas al Gobierno, a la Concertación y probablemente a la ciudadanía más o menos informada del acontecer político. Y ello, en virtud del proyecto para el financiamiento del Transantiago. Para nadie es un misterio que un rechazo a tal propósito generaría un delicadísimo escenario político. Es decir, los “díscolos” han tenido en sus manos decisiones vitales para el desenvolvimiento del país. Se podría pensar que es demasiado poder para tan pocos parlamentarios y que, por lo mismo, algo marcharía muy mal en la política nacional. Y también se podría pensar muy mal de ese grupito de legisladores y de cada uno de ellos. Pero las cosas no son tan simples y sus complejidades merecen ser atendidas, aunque se trate de “díscolos”.
En estas mismas páginas se ha insistido en las dificultades que muestra la política chilena para asumir la “normalidad” de fenómenos que son propios y connaturales a lo democrático y moderno. En general, la mayoría de la dirigencia política -o, más rigurosamente, de los cuerpos elitarios de todas las esferas- tienden a exagerar, y hasta dramatizar, situaciones que casi en cualquier otra latitud son leídas con más tranquilidad y ponderación. La tendencia en la política chilena a dramatizar acontecimientos tiene una explicación clave en el larguísimo periodo que el país vivió en un contexto de excepcionalidad social y política (gobierno UP-dictadura-transición). Es evidente que una excepcionalidad de alrededor de tres décadas tenía que dejar un legado “educativo” que, entre otros efectos, ha perturbado la manera de percibir lo normal, porque durante ese lapso las anormalidades de lo excepcional devinieron en lo normal.
Aunque resulte irritante y provocativo para sectores de la dirigencia nacional, los “díscolos” están inmersos en los procesos de normalización de la vida política democrática y moderna y muchas de las críticas que reciben se les hacen desde lógicas de la excepcionalidad.
Es cierto que en las conductas individuales de ellos se pueden encontrar motivaciones que van desde la megalomanía hasta la vulgar frivolidad. Pero la política no la hacen ni ángeles ni arcángeles ni querubines. La hacen pecadores normales. Lo que realmente importa es que sus comportamientos -para los efectos estrictos de la política- responden y reflejan conflictividades normales. La esencia histórica del parlamentario es la representación de ciudadanía. Eso es lo normal. Lo anormal es que se le considere casi exclusivamente como legislador o co-legislador, enajenando esa condición de su cualidad de representante. La función legisladora la ejerce en tanto representante y no en tanto tecnócrata o experto. Si se reconoce esa normalidad, entonces, no debería llamar a escándalos el que un parlamentario se conflictúe con su partido o con el Gobierno. Es un simple y natural conflicto entre representaciones y funciones distintas.
Por otra parte, cuando los parlamentarios de una coalición gobernante discrepan del Gobierno, están resguardando en la realidad un principio sagrado de la democracia: la división y autonomía de poderes. Si una alianza en el poder opera siempre con un cerrado disciplinamiento de sus parlamentarios, entonces, ese principio es abolido en la práctica. Quiérase o no los “díscolos” han traído ese tema al debate. Pero también han traído a la discusión el derecho virtualmente ilimitado al debate parlamentario. Pese a lo retórico y a las idealidades que encierra, lo cierto es que está establecido -al menos en el ideario democrático- que el Congreso es el lugar de encuentro y discusión entre las pluralidades que conforman una ciudadanía. Y “el pueblo soberano”, representado por el Parlamento, puede y debe discutir todo cuanto la ciudadanía o parte de ella demande.
En definitiva, los “díscolos” -muy desprolijamente, a veces- están colaborando a la recuperación de la salud política del país al convocar a conductas normalizadas que tienen entre sus principales improntas el reconocimiento desdramatizado de la conflictividad.
Sin embargo, nada de lo anterior significa desconocer que las prácticas de algunos “díscolos” son con claridad irresponsables y que pueden acarrear graves consecuencias para la Concertación y el Gobierno. Pero esos son riesgos que entraña el desenvolvimiento normal de la política y que no pueden ser superados mediante mecánicas que fueron validadas por las excepcionalidades de antaño. Buscar explicaciones puramente subjetivadas del “fenómeno” de los “díscolos” no es sólo un error, sino una manera de negar su racionalidad política. Y negando aquello no hay posibilidad de soluciones políticas. El quid del asunto está en que en el proceso de normalización de la política la Concertación ha perdido ejes conceptuales y políticos que irradien hegemónicamente. Sin hegemonías, los recursos disciplinadores que restan sólo pueden ser burocráticos, coactivos y bordeando la extrainstitucionalidad. El problema está en que con ese tipo de recursos se consigue lo opuesto a lo que se aspira, se consigue la reproducción ampliada de la “discolacidad”.
Publicado con autorización del Centro de Estudios Sociales Avance
En estas mismas páginas se ha insistido en las dificultades que muestra la política chilena para asumir la “normalidad” de fenómenos que son propios y connaturales a lo democrático y moderno. En general, la mayoría de la dirigencia política -o, más rigurosamente, de los cuerpos elitarios de todas las esferas- tienden a exagerar, y hasta dramatizar, situaciones que casi en cualquier otra latitud son leídas con más tranquilidad y ponderación. La tendencia en la política chilena a dramatizar acontecimientos tiene una explicación clave en el larguísimo periodo que el país vivió en un contexto de excepcionalidad social y política (gobierno UP-dictadura-transición). Es evidente que una excepcionalidad de alrededor de tres décadas tenía que dejar un legado “educativo” que, entre otros efectos, ha perturbado la manera de percibir lo normal, porque durante ese lapso las anormalidades de lo excepcional devinieron en lo normal.
Aunque resulte irritante y provocativo para sectores de la dirigencia nacional, los “díscolos” están inmersos en los procesos de normalización de la vida política democrática y moderna y muchas de las críticas que reciben se les hacen desde lógicas de la excepcionalidad.
Es cierto que en las conductas individuales de ellos se pueden encontrar motivaciones que van desde la megalomanía hasta la vulgar frivolidad. Pero la política no la hacen ni ángeles ni arcángeles ni querubines. La hacen pecadores normales. Lo que realmente importa es que sus comportamientos -para los efectos estrictos de la política- responden y reflejan conflictividades normales. La esencia histórica del parlamentario es la representación de ciudadanía. Eso es lo normal. Lo anormal es que se le considere casi exclusivamente como legislador o co-legislador, enajenando esa condición de su cualidad de representante. La función legisladora la ejerce en tanto representante y no en tanto tecnócrata o experto. Si se reconoce esa normalidad, entonces, no debería llamar a escándalos el que un parlamentario se conflictúe con su partido o con el Gobierno. Es un simple y natural conflicto entre representaciones y funciones distintas.
Por otra parte, cuando los parlamentarios de una coalición gobernante discrepan del Gobierno, están resguardando en la realidad un principio sagrado de la democracia: la división y autonomía de poderes. Si una alianza en el poder opera siempre con un cerrado disciplinamiento de sus parlamentarios, entonces, ese principio es abolido en la práctica. Quiérase o no los “díscolos” han traído ese tema al debate. Pero también han traído a la discusión el derecho virtualmente ilimitado al debate parlamentario. Pese a lo retórico y a las idealidades que encierra, lo cierto es que está establecido -al menos en el ideario democrático- que el Congreso es el lugar de encuentro y discusión entre las pluralidades que conforman una ciudadanía. Y “el pueblo soberano”, representado por el Parlamento, puede y debe discutir todo cuanto la ciudadanía o parte de ella demande.
En definitiva, los “díscolos” -muy desprolijamente, a veces- están colaborando a la recuperación de la salud política del país al convocar a conductas normalizadas que tienen entre sus principales improntas el reconocimiento desdramatizado de la conflictividad.
Sin embargo, nada de lo anterior significa desconocer que las prácticas de algunos “díscolos” son con claridad irresponsables y que pueden acarrear graves consecuencias para la Concertación y el Gobierno. Pero esos son riesgos que entraña el desenvolvimiento normal de la política y que no pueden ser superados mediante mecánicas que fueron validadas por las excepcionalidades de antaño. Buscar explicaciones puramente subjetivadas del “fenómeno” de los “díscolos” no es sólo un error, sino una manera de negar su racionalidad política. Y negando aquello no hay posibilidad de soluciones políticas. El quid del asunto está en que en el proceso de normalización de la política la Concertación ha perdido ejes conceptuales y políticos que irradien hegemónicamente. Sin hegemonías, los recursos disciplinadores que restan sólo pueden ser burocráticos, coactivos y bordeando la extrainstitucionalidad. El problema está en que con ese tipo de recursos se consigue lo opuesto a lo que se aspira, se consigue la reproducción ampliada de la “discolacidad”.
Publicado con autorización del Centro de Estudios Sociales Avance
(La Nación, 19 de Junio 2007)
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